Desde hace un tiempo salgo a andar, cada día si puedo y/o el tiempo acompaña. Cinco kilómetros como mínimo, la distancia que hay desde casa hasta la roca en el paseo marítimo y vuelta.
Empecé a andar al escasear el trabajo, para mantener una cierta rutina, hacer ejercicio y escampar la boira. No me gusta correr, me canso, las rodillas acaban doliéndome y no consigo centrar mis pensamientos. Me adapto mejor al paso rápido de quasi-legionario y mis pensamientos fluyen más ordenados.
Y ante el azul del mar, el marrón de la arena, el olor del salitre, el viento en la cara y el sol en la espalda agradezco el tiempo de ocio que la crisis me ha regalado. E invariablemente pienso en aquellos que ya no pueden disfrutar de toda esta maravilla e hincho los pulmones y abro los sentidos para disfrutarla por ellos. Y mi andar se convierte en un peregrinaje recordando los momentos vividos y todo lo que me enseñaron. Hasta que llego a la roca, mi especie de santuario, la toco con las manos y agradezco haberlos conocido.
Hoy mi andar ha sido más pausado, he recordado a los que no están, pero especialmente a los que sí están. A los que forman parte de mi vida de una u otra forma: los que han estado siempre, a veces un poco lejos; los que siguen estando no sabemos por cuánto tiempo; y en especial los últimos que han llegado, ‘virtuales’ y reales, que conforman mi mundo más inmediato, de los que sigo aprendiendo y que me siguen maravillando. Y me siento muy feliz de tener(l)os a mi lado.
Hoy cenaré entre amigos y luego espero salir a bailar. Las endorfinas que la música y la buena compañía producen es el mejor modo que conozco para dar la bienvenida al nuevo año.
Físicamente no estaréis todos, pero os tendré en mi pensamiento.
Feliz año!