Han pasado ya unos días,
pero sigue perdurando en mí el espíritu acambalachero. El recuerdo de las horas
pasadas en un rincón de La Franja
entre gente abierta, acogedora y cálida. El primer bolo ‘allende fronteras’ que
me ha sumido en la magia y el ensueño de un grupo de idealistas infectados por
el virus del circo.
Días que de un plumazo han
roto con la rutina, han desencorsetado la mente y han liberado mi cerebro
límbico dejando escapar emociones intensas, primitivas, contradictorias. Días
compartiendo espacio y cotidianidad con el resto de participantes.
Con el incombustible Richi, con
Torri y Eli, las almas del festival.
Con Panchita voladora recién
aterrizada y el veterano Pepe corriendo caminos. Con las cabras éticas,
perléticas y pelambréticas y los cabritillos peludos, pelambrudos y
pelapelambrudos de Mario. Con la
Compañía que tu me haces de Iñaki y el monje empalmado. Bailando
Tango con grelos. Haciendo equilibrios con vallas y guitarras. Lanzando
diábolos endiablados. Rodando ruedas traicioneras, extasiados con la destreza de
Marcos y sobrecogidos por su entereza y la discreción de Pandora, la contorsionista
rescatadora.
Con las notas salidas del
Agua y la Tierra
de Isaac y Naghí, en una tarde de almas limpias, túnicas sedosas, espíritus
danzantes, didgeridoos imposibles, cuencos níveos y vibraciones armoniosas,
todos hermanados alrededor del árbol, sobre la hierba verde.
Con el trío palindrómico de
gemelas trapecistas y pollitos de colores haciendo el ganso.
Con masajes capilares y
amores digitales entre solitarios carrouseles que me devolvieron la serenidad.