Domingo. Suena fuerte la lluvia en el limbo entre el sueño y el
despertar, pero parece que amaina. Por fin un nuevo día. Aroma de café, crujir
de cereales, ducha caliente, crema hidratante, uniforme impecable, colorete
sonrosado, sombra de ojos oscura, labios brillantes, perfume afrutado... Vuelve
a llover. Teléfono. ¡Uy! Mañana anulada. Horror ante la perspectiva de otro largo día
por delante como el de ayer. Me desmaquillo a lo Glenn Close en ‘Amistades peligrosas’ con
la misma sensación de vacío y decido ponerme el pijama otra vez y volverme a la
cama. Qué mejor que unas horas de sueño para sedar el dolor del vacío.
Despierto a mediodía y entra el wasap
de un ángel para salvarme, y resulta que la salvación es mutua.
Carretera y manta. A la aventura. Ha parado de llover y el cielo empieza a abrirse, como mi estado de ánimo, que se le ha adelantado ya hace rato. Y todo fluye, la conversación, la música, la carretera. Y su conducir pausado acompasa mis revoluciones, la música suave se presta a las confidencias, las curvas sinuosas contonean mis emociones. Y así pasan las horas, entre miradas brillantes, recuerdos de juventud, realidades presentes y proyectos de futuro. Y la hora azul nos pilla en la playa. Y la oscuridad ya de vuelta a casa. Dos almas gemelas que no quieren abocarse a la soledad y deciden hacerse compañía.
¿Te gusta conducir?